Artistas Obras Noticias Otros

Carlos Barragán

La primera actitud del hombre hacia el lenguaje fue la confianza.

Octavio Paz.

 

               Entre el objeto y el signo crece un abismo que ofrece diez formas de adhesión, cien, mil maneras de actualizar una gramática de la confianza. Cada una de estas maneras, cada gesto y cada signo, traen a colación un mundo; y ponen en marcha una sintaxis de la mirada cuyo rastro quizá es posible seguir.

               La obra de Carlos Barragán pone en juego una forma de mirar que liga la atención no la presencia de las cosas y su referencia posible, sino a una ausencia, a lo no dicho; su obra da lugar a otro mundo que se intuye por la diferencia, por la factura del gesto estético.

               Sus pinturas actualizan un mundo que no se parece a nada a una máquina, y que no funciona como espejo de algo conocido como realidad; sino que se parece más a un pensamiento, a un poema cuyo tema es el deseo. Del blanco al blanco, sus obras ofrecen la huella de una sensibilidad que se construye no como un hecho sino como un proceso, como un itinerario fluido que inventa el espacio y las figuras reconocibles para señalar emociones y, con serenidad, una pasión.

               En Autorretrato con florero, los elementos del cuadro van del silencio al silencio, conteniendo su voluntad de narrar una historia íntima; y ofrecen las coordenadas de una memoria articulada según los tonos en el que el artista decide vivir su propio deseo. En un marco barroco, un espejo opaco parece haber perdido el autorretrato que se ve abajo, como si se hubiera desprendido, como subrayando que nuestra identificación con un cuerpo y un rostro es contingente. En esta obra, el artista nos recuerda que no basta estar en el mundo para vivir, que es necesaria la conciencia de que nuestras emociones dan origen al hambre y los deseos que definen nuestra identidad.

               La composición y las figuras de Perro y mariposa en diciembre, ofrecen la exploración de un artista que resiste con paciencia su propia mirada, trazan una forma de vivir el deseo sin querer llegar a su fin. Esta obra ofrece el itinerario de un autor que vive la pintura como pasión. Y como indagación sobre sí mismo para hallar los límites de sus propias posibilidades sensibles.

               En la obra de Carlos Barragán, los objetos son potencia y voluntad, al mismo tiempo, reiteran que la presencia es antes deseo, y que el significado es recurso de la voluntad para construir la confianza. Sus pinturas  dialogan con la historia del arte y de las formas estéticas, pero dibujan, más bien, una búsqueda más personal sobre las formas de la sensibilidad. Sus cuadros construyen escenarios que parecen estar detenidos o desplazándose lentamente, como explorando todos sus matices y todos posibles,  como equilibrando el deseo.

               Esta forma de explorar su propio deseo abre el mundo, lo toca en otra dimensión, y ofrece nuevas maneras de entender que nuestro bienestar y nuestro sufrimiento dependen de la manera en que vivimos del deseo. Metafora de la desaparición del autor , Espejo no ofrece la figura de quien se supone mira la obra, el resultado es la invitación a formar parte del mundo donde está ese objeto que nadie mira, con el cual el espectador puede estar en silencio o incluso desaparecer. Del silencio al silencio, sus obras nos hacen lentamente cómplices de su mundo, mirar es aceptar participar en su juego y disfrutarlo, aceptar estar en La cama de los perros, sin aparecer en la pintura.

               El trabajo de Carlos Barragán apunta una intención pero no una captación, transcurre como una mirada infinita, que permanece en potencia y no puede ser completamente actualizada, una mirada que es ella misma su propio fin.

Soñarme y que me sueñen otros ojos futuros, otra vida.

Octavio Paz

 

Si buscamos formas de disolver nuestro apego a la existencia de los fenómenos, encontramos existencia de los fenómenos, encontramos percepción y, con ella, tiempo. Si intentamos disolver los siglos y aclarar el tacto, encontramos la voluntad que configura el mundo que compartimos con otros. Carlos Barragán pinta un mundo que se ofrece, no cartesiano, un mundo dúctil, que muestra su propia carne, que se presenta siempre alejándose, atravesado por los horizontes internos, que solo puede ser visto por sus grietas y al que accede solo sintiendo.

               En Ramas de durazno con perro y abejas, Carlos Barragán da nuevo sentido a los objetos de un mundo que permanece inasible pero puede ser intuido, un mundo donde la pintura comparte con la imagen el deseo de tener cuerpo, y de figurar; las nubes van del cielo blanco a la ventana, y de la ventana al tapiz, y del tapiz al mundo del espectador; a la inversa, el espectador va de su mundo al del artista, inventando sin percibirlo, variaciones sensibles a su percepción.

               La obra de Carlos Barragán encuentra, en medio de la trampa de la inquietud, un resquicio por donde colar la libertad que contagia a las formas de sus obras, que las libera de su referencia, de sus contextos, y de su certeza; desafía la confianza en la referencia como guía para conducirnos por el entramado de la comprensión, propone una construcción de significados no solo múltiples sino, de alguna manera, siempre nuevos.

               La relación entre lo no dicho a que aluden sus obras, y la actualización de una referencia construyen una retórica que transforma a quien observa. En el otro extremo del poema de Octavio Paz, cada una de sus pinturas desafían la confianza que da origen al lenguaje, y mantienen el deseo en el filo de la navaja del sentido.

               Frente a la obra de Carlos Barragán, quizá sea mejor renunciar al propósito de formas de comprensión conocidas, y arriesgar la mirada, ensayar frente a cada imagen, múltiples interpretaciones en las que vaya en juego incluso el equilibrio y la confianza de quien observa.

               Por Jorge Contreras.

 

 

EL FIEL DE LA MIRADA

Por Jaime Moreno Villarreal

               Las capillas domésticas han ido desapareciendo, con sus oratorios, sus altares, sus reclinatorios, sus cirios... y sus cuadros de santos. Ahora, acaso quedan en las residencias familiares crucifijos e imágenes ante las que encienden veladoras, altares de muerto y nacimientos que se instalan por tradición en temporada, bendiciones papales y souvenires religiosos, pero el hogar como sitio de culto se ha ido transfigurando mediante otros usos en otras significaciones. Otras imágenes no religiosas se verán en muros y aparatos. Incluso cierta arquitectura cursi de vivienda familiar ostenta en el exterior pequeñas cúpulas que, ambicionando significar algo muy señorial y muy mexicano, aluden a veces con la cruz en el remate a capillas que ya no se elevan dentro.

            A pesar de este adiós al oratorio, y por poco que se advierta, el altar persiste transfigurado en el interior doméstico. Desde muy antiguo, la mesa y la cama desempeñaron esa función simbólica, consagrada entre los fieles católicos por imágenes de la Ultima Cena en el comedor, y la cruz o el Sagrado Corazón sobre las cabeceras matrimoniales. La mesa materializa el ofrecimiento del pan y del vino, como en un ara, mientras que la cama es lecho de vida y de muerte que, como el altar al pie del relicario, sugiere la tumba y salvaguarda la promesa de resurrección. Entretanto, otros espacios consagrados a la vida cotidiana del reposo, a la memoria, al recogimiento, e incluso al puro ejercicio de la decoración, suelen adoptar características de altar. En ellos se deposita un centro o un oriente de la casa, una fuerza ordenadora de espacio y vida, incluso con la imagen de los ausentes y los muertos.

               En su pintura a un tiempo grávida y leve, Carlos Barragán capta esa suspensión ascendente de los renovados rincones espirituales domésticos. Un florero, un espejo, una mesilla, un sillón, una cómoda, un florero, unos cuadros, un retrato, o su conjunto, adquieren repentinamente valor de exaltación. Hay un orden en esos conjuntos que sugiere la consagración profana montada sobre los signos del vacío, pues siempre salta la impresión de que los elementos decorativos podrían fácilmente desplazarse para dejar a la vista la nada -y nada más. Como en ciertos relatos perfectos, se intuye que algo pasa ahí en el más profundo de los secretos, que resulta ser el secreto que estuvo siempre a la vista de todos.

               El rincón hogareño custodia las regiones del afecto. La relación que Barragán mantiene con los perros parece ser profundamente de ánima. No olvido que la figura canina representa, casi universalmente, la intercesión entre el mundo de los vivos y el de los muertos, expresada asimismo y de otro modo en la piedra del altar; pero lo patente de este cariño por el animal asalta al espectador como una manifestación del otra fidelidad devota, que no es directamente la religiosa sino, de nuevo, su desplazamiento. En el mundo contemporáneo, el cultivo del perro como especie no sólo afín sino familiar -lo digo sin exageración- es un rasgo que acompaña el nuevo estatuto del individuo humano que haya en los perros las seguridades, no necesariamente compensatorias de una falta de afecto humano, del compañerismo a ultranza.

               Ante esta suerte de capillas portátiles que se emplazan en los cuadros de Carlos Barragán, el espectador se detiene como en un umbral, no con la sensación de quedar al margen sino de estar en el filo. Ése es el lugar donde parece equilibrarse el pintor, entre el orden espacial de "cada cosa en su sitio" y el instante de la disolución en que "todo cambia definitivamente". La claridad asombrosa de la pintura de Carlos Barragán es el fiel, no de una balanza, sino de una mirada afiliada; diáfana e incisiva.

               Cada cuadro, una capilla. La pintura de Carlos Barragán mueve a la contemplación recuperando casi un atisbo ante el posible milagro. Todo está en suspenso y, en él, el ser se reconoce.

 

 

LIGEREZA Y PESANTEZ

Por Jaime Moreno Villarreal

               En las artes visuales, la contradicción -es decir, la presencia de dos elementos que se niegan entre sí- es uno de los medios de expresión que desatan eso que se llama ordinariamente "el misterio", lugar imaginario donde se acoge la sensación de que existe un más allá significante ante el cual hay que cerrar los ojos y callar. Pero como se trata de ver y decir, el misterio en pintura suele revestir la forma de una paradoja, la aparición de imágenes opuestas y de enunciados acaso irreconciliables que, por si contigüidad y contradicciones, apuntan a una coherencia más allá del absurdo, en una suspensión de sentido o extrañamiento. El misterio atrae a una iniciación en el silencio.

               Los contenidos de la contradicción en la pintura de Carlos Barragán pueden establecerse sumariamente entre la ligereza  la pesantez, entre el colibrí y el elefante que son dos de sus iconos más preciados, cuya copresencia produce un choque de los sentidos. La contradicción abre el espacio imaginario, y por ser tan nítida produce un vuelco: el espectador se reconoce en esa cuerda de tensión entre lo alto y lo bajo que es constitutiva del mito del hombre, un ser apegado a la tierra que resiste sus ansias de desprenderse.

               Esta tensión entre lo alto y lo bajo halla otro icono predilecto, los recipientes de porcelana china que Barragán utiliza como floreros. Inmemorialmente las flores -que brotan, se abren y caen en una renovada moción de fracaso- expresan ese ímpetu de ascenso y caída; pero es en la porcelana china, azul y blanca, donde Barragán define la copertenencia de ligereza y pesantez: cielo en la tierra.

               Una vez desatado, el ritmo del contrasentido no se detiene. Si los pájaros significan muy obviamente la ligereza, el pintor les invierte el papel y los hace ahora significar la pesantez. En pericos machos (1999), dos periquitos australianos aparecen posados sobre una rama en flor sin asideros. La ligereza queda provista por la rama, y el peso por las aves; mientras que en el Sillón y elefante (2000) el paquidermo se posa sobre una mesilla de madera: con toda la ironía, Barragán contrapunta tal sensación de fragilidad y peso con las gráciles patas de rueda de un sillón macizo.

               Estos juegos correspondencias discordantes conducen a otras combinaciones, donde se dispara el efecto de extrañamiento. Por ejemplo, en Tiburones (1999) pende de nuevo la tensión entre lo alto y lo bajo,  pero ahora entre la marinería y el mundo submarino. El primer hallazgo es la similitud formal entre el tiburón y la proa y el escorzo del buque; acto seguido, ya de paso a la sublimación aérea, en otro hallazgo un tiburón colgante de un gran anzuelo contrasta con un diente de tiburón colgante de un hilo como amuleto. Las oposiciones hallan así contenidos formales y metafóricos. Ligereza y pesantez desatan más y más duplas contradictorias, por ejemplo entre instante y tiempo, como extrae de A tiempo (2000), donde el elefante constituye el reloj y el pájaro el instante. En My favorite things (1999), la ligereza queda aludida como melodía, la de la clásica pieza de Rogers y Hammerstein, por encima de cuya partitura cruza un improbable elefante.

               La contradicción como procedimiento inventivo realiza -es decir, hace real- la manifestación de lo imposible, que nos atrae no por un efecto de negación si no de superación de la realidad. El misterio del arte se revela como modos de desorientación y de contradicciones ya establecidas. Cuando Carlos Barragán viola las proposiciones en la perspectiva revela otro de los soportes imaginarios del misterio en pintura. En Orquídea rosa (2000) marca por medio de la cuadricula del piso una perspectiva fugada sobre la que establece sus elementos, todos en proporción excepto uno: el breve sillón donde se tiende un perro -grupo que, a pesar de si tamaño disminuido, dota de pesantez al conjunto.       

               No puede escapar a la vista que los floreros del pintor constituyen ostensibles versiones del árbol de la vida, que mantiene un aspecto decorativo intrínseco (debido a que se trata del tema ornamental y occidental desde la Antigüedad). Al árbol de la vida lo caracteriza la centralidad de su posición y la distribución de los animales a sus costados o en su fronda: es la imagen arquetípica que subyace en los floreros colocados sobre mesas y circundados de pájaros de Carlos Barragán. Baste decir que el árbol de la vida es el esquema fundamental de la relación entre lo alto y lo bajo, espíritu y materia, de aquello a lo que el pintor ha dado forma de, para desechar todo fácil reproche de "decorativismo" que  se pudiera atizar en contra de su pintura. Por cierto que lo decorativo contiene, a menudo notas muy densas de correspondencias electivas; en este caso, el eje de ascenso y caída en el centro del mundo. Altamente decorativo, en el mejor sentido, Lucero (2000) rinde una imagen del paraíso.

               Aunque la obra pictórica de Barragán no clama abiertamente un espíritu religioso, al comprobar su ánimo de ascenso, no puedo dejar de reafirmarme a uno de los grandes libros del misticismo en el siglo XX, cuyo título comparte una proposición semejante a la de este artista, La gravedad y la gracia de Simone Weil. Ahí, la autora asienta: "La creación consiste en el movimiento descendente de la gravedad, en el movimiento ascendente de la gracia y en el movimiento descendente de la gracia a la segunda potencia." Desde luego que Weil se refiere a la Creación de Dios. Pero tomo por mi parte en préstamo la noción de gracia para hablar de pintura, y encuentro que en Tortuga azul (2000) de barragán, existe ese doble movimiento ascendente y descendente sobre el fondo de la pesantez o gravedad. La tortuga posada sobre la ligereza ascendente de la rama de la hierba representa esa gracia que desciende o baja, y que produce la sensación de ascenso. La pintura de Carlos Barragán está hecha de esa condición humana.

 

 


 

  Es decir, que estamos ante un secreto que hay que mantener secreto. La palabra "misterio" proviene del griego muein que significa "cerrar los ojos o la boca".

La pensateur et la grace, Paris, Librairie Plon, 1947 y 1988, p.10