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Antonio Luquín

Luquín o El Vértigo

Una tela de Luquín no se mira ni se contempla. Se enfrenta. Entre el desconcierto y la inquietud, nos vemos obligados a soportar esas miradas que nos atraviesan, esos espacios que se prolongan más allá del marco y nos envuelven, nos incluyen, nos comprometen.

Es el espectador el que se sabe considerado por una constelación de miradas. No sólo son esos ojos resignados y agresivos al mismo tiempo, que parecen siempre estarnos acusando de algo que ignoramos pero que no podemos dejar de sospechar. También nos miran las ventanas, los insectos y los recovecos, las columnas, detrás de cada una de las cuales adivinamos, incómodos, una presencia.

Es como si a Luquín le quedara chica la tela. Tenemos siempre la tentación de asomarnos, de meter la cabeza y tener otra perspectiva, detrás de la maría luisa inexistente. Cada imagen es sólo el rincón de un universo. De un universo familiar y extraño.

Una tela de Luquín no se mira. Se lee. A medio camino entre la plástica y la literatura, cada una es más que una escena. Es un relato. Los personajes siempre aparecen de paso. Vienen de algún lado y van a otro mientras quedan atrapados en el tiempo denso, tenso, hipócritamente estático de Luquín.

Luquín abreva en numerosos manantiales, desde los pre-rafaelitas a los hiper-realistas, de los comics europeos a los videoclips. Pero también en los mundos impalpables y opresivos de Beckett, Kafka o Buzzati. Pero vomitará, regurgitará, en su propio espacio, en nuestro propio, inadmisible, intolerable espacio.

El Maestro de Mixcoac construye, inventa, con una lucidez afilada, una propuesta inclemente, descarnada, impertinente. Y, sin embargo, todo pasa como si la obra le fuera impuesta, como si sus propios infiernos posaran desafiantes e inevitables. El testimonio de Luquín es como el de las cámaras de video de los bancos o supermercados, insolentes, neutras e impasibles. Pero una cámara condenada a los más impensables y absurdos parajes.

No hay moraleja alguna en esta crónica de la decadencia, de la soledad. De una soledad a la que le fue secuestrado todo atisbo de heroísmo o grandeza, que no deja lugar a la melancolía. No hay exorcismo posible para estos demonios. No hay perdón ni contrición para el bellísimo, magnífico, exaltante pecado de Luquín.

Marcelino Perelló
Desierto del Xitle, solsticio de verano de 1994.