Arturo Marty
Arturo Marty
Guillermo Sepúlveda
Por muchos años fui a visitarlo cada semana. Siempre me abría la puerta con la paleta y los pinceles en las manos sin importar la hora del día. Me servía un café y frente al cuadro en turno, conversábamos sobre los últimos acontecimientos, anécdotas o novedades en torno a otros artistas. Vive muy aislado en Villa de García, un pueblo desértico en las cercanías de Monterrey, en una casona del siglo XIX que pertenece a unos familiares míos y que les conseguí a él y a su esposa al casarse.
Su obra siempre me ha conmovido por su intensidad, en especial la monocromía agrisada y sepia de sus primeras obras, caradas de miedos y culpas, imágenes que siempre estaban acompañadas por dibujos y textos casi ilegibles al reverso de las telas como expiaciones y autoconfesiones que ayudaban a aligerar la carga insoportable de la existencia. Autorretratos de la conciencia en donde el bien y el mal se debatían en una lucha sin final.
Del dibujo en papel pasaba la calca a sus telas; después cambió a sólo unos trazos que se iban modificando al momento de cubrir la superficie con la pintura. Ahora el trazo es directo y la obra sufre inmensas transformaciones, como si un solo tema pudiera extenderse a un infinito juego de variables, pues la fragmentación de los elementos parece crear una multiplicidad de imágenes que en su libre asociación indican irónicamente hacia una superestructura de ritmos y fuerzas que quedan contenidas sin escapatoria en el plano. Los dibujos y textos que antes quedaban escondidos en el reverso de la tela ahora se entremezclan en la superficie junto con la pintura. Los personajes en diferentes escalas dan la impresión de cohabitar el paisaje de territorios distantes y perspectivas alteradas en donde un mundo de silencio alterna con el movimiento y sonido de los animales que aparecen.
Marty: pintor del dolor y la sensualidad, del deseo y la insatisfacción, de la violencia y la ternura.
Habla poco, explica nada, parece saberlo y conocerlo todo.
VIA CRUCIS (por Osvaldo Sánchez)
Arturo Marty 1982-1993
Alrededor de esta colina oscura fluye la obra de Arturo Marty. Nos inunda sin revelársenos, como un río entrampado en el silencio de sus tesoros más frágiles. Cada intervalo de la vida de Marty boga hacia un paisaje secreto. Entender la dimensión de su obra, es dejarse arrastrar por esos caudales de muerte donde se cruzan el espejo y el sueño.
I. CARTAS CON VAN GOGH PARA LA MUERTE NIÑA.
“Pues noticia no hay en este sueño que valiera celebrar”.
Roberto Tejada
La entrada de Arturo Marty a la pintura sucede como una visita improvisada a los trigales donde Vang Gogh retrataba la angustia de las espigas. Las imágenes de Marty en aquel primer momento, así como su lenguaje plástico, más que la apropiación de un estilo expresionista -a la manera tensa y fantástica de este clásico de la desesperación- es un intento por darle una legitimidad histórica a los oficios personales con que el artista se propone agasajar el regreso de la Muerte Niña.
Ese primer intervalo de Arturo Marty se oculta en un pliegue de la oreja sanguinolenta de Van Gogh. Había una razón común en esa cordialidad con la muerte. Por ello era fácil aceptar una misma manera de angular el pincel plano, de dibujar con la pasta la subida tormentosa de las formas, de repasar con hilo negro el contorno de una imagen cuya fragilidad nos aterra, y esa insistencia por emborronar el color, por subrayar la austeridad de una ceremonia que nunca termina.
En esta etapa inicial, Marty comparte con Van Gogh dos sitios comunes en su cita con la Muerte Niña. La sala familiar y el taller del artista. Dos escenarios terribles, cuyas paredes y pisos se estrechan y se ensanchan como una retícula nerviosa. Como dijera Van Gogh a propósito de Café nocturno, lugares “donde uno puede arruinarse, volverse loco, cometer un delito…” Sala y taller aparecen como espejos virtuales de un mismo yo.
Las escenas familiares que nos recuerdan a Ibsen o a Strindberg, los autorretratos de Marty en tanto preguntas sobre el yo y los exvotos al hermano muerto, son fragmentos de un único servicio eucarístico dirigido a la infancia, aun cuando esta reine bajo el signo trágico de la Muerte Niña y se esconda, por delicadeza y por rabia, tras la imagen grosera de unos adultos que ríen y ríen, que escupen y se vienen, festejando una cotidianeidad hipócrita y macabra.
Estas escenas que ocurren en casa, clásicas en la tradición expresionista, concentran su malestar en el gesto de las bocas y de las manos; y explicitan, en la tensión reprimida de sus posturas grotescas, una reserva donde se mezclan el morbo de la muerte y la exaltación del deseo. En todos los casos son paisajes terribles, tal vez menos liricos que los trigales de Arles, asediados por los cuervos.
Las escenas del taller abren una tautología sobre el imaginario personal en la ficción artística, pues narran una recuperación de la historia privada a través de lo pintado y designan un coto de irrealidad, un presente interior que ocurre allí donde reina la inocencia perversa. En el taller, son convocados por igual, lo prohibido, lo sagrado, lo perdido…
Sin embargo, la seducción de estas obras iníciales no reside en la originalidad de un estilo –mismo que por demás asumimos como una cita noble a los recursos de Munch, Ensor o Van Gogh-, sino en la sorpresa de saber que estas pinturas tienen un cara oculta. Cada obra es “analizada” en el reverso, lleva como radiografía un comentario feroz acerca de la imagen “exterior” que es brindada al espectador.
La especularidad síquica de estos primeros trabajos es aterradora. El artista traiciona la convención del acontecimiento para dar voz a las márgenes mentales, a las oscuridades del suceso, develando el lado oculto de sus motivaciones reales.
Estas pinturas de dos caras asumen la bifrontalidad de toda sacralidad. Juegan con el laberitno de la mente y sus perturbadoras dualidades. Con la modestia de un apunte y a la manera de un exvoto, aparece la represión que constituye el verdadero martirio. (Recordemos que la palabra mártir en griego significaba testigo). Apenas con unos trazos al carbón en el reverso del lienzo, Marty denuncia el simulacro moral que implica toda representación. Este discurso, proferido por “el pecador gozoso”, es un discurso de fe, más que un acto de contricción. Sus temas son la muerte, la culpa, el martirio. Pero también, el deseo, la castidad, la sexualidad desbocada. Esa persistencia del deseo erótico, como la cara otra de la muerte, alimenta la morbosidad mística de cada escena.
Como se sabe, la invocación al reino de la Muerte Niña es una institución en la representación popular mexicana. Aquí, en la obra de Marty, el hermanito muerto, en su hieratismo horizontal, que se niega a despertar en el aire encalado de pólvora, en una sala cuya frialdad lo orla como una mortaja real, desentona de la tradición llena de afeites y de merecimientos celestiales de la expresión popular. En “Niño santo, casto y depravado” o en “Esperando que despierte mi hermano”, la calidad de exvoto esta en las acotaciones atormentadas que retan a la muerte con la fuerza no del cantico de la Muerte-cuna sino de las pulsiones sexuales del sobreviviente. La crueldad de estas escenas proviene de cómo es representado el cuerpo con la misma calidad de textura que un uro, que las lozas, que el grito mudo de lo inanimado. El tenebrismo de estas escenas no aparece por un exceso de penumbra sino por la luz gélida, quirúrgica, de lo resucitado. La convocatoria a la muerte se logra por la deformidad acuosa de las figuras, por sobre todo por el uso de una paleta controlada, que rebaja con blanco, no para nacarar a la manera de los bellos desnudos académicos del XVIII, sino para cementar.
La visión construida de obras como “Muerte, ruido y reposición en el estudio” o de “Niño santo…”, está dirigida a una búsqueda de la catarsis, en el sentido clásico aristotélico. A través de la piedad y del terror, somos convocados a una purificación moral, de vocación mística. El catolicismo, con todos sus dogmas valorativos, nutre el morbo y la tensión litúrgica de esta primera etapa.
A partir de estas primeras obras hay una circularidad que une toda la pintura de Arturo Marty, una sucesión de desbordamientos en el mundo fantasmático de la infancia. Entre 1982 y 1986, aparecen pequeños acontecimientos que se irán repitiendo como marcas: el cuerpo encerrado en un espacio-mortaja, la insistencia en los asideros que atan, el carácter apocalipticio de la puesta en escena, la conciencia de una cuarta pared teatral con el cuadro prospectico convertido en escenario, la fuerza del juguete abandonado donde se agazapa el destino, la presencia del caballo, y ese silencio que nos hace sospechar que algo se espera, que algo puede suceder allí donde el destino juega a que todo es juego, con la Muerte Niña…
A partir de aquí la obra de Marty irá impulsada por un mismo móvil, la pasión del Via Crusis. Su devenir estilístico es vivido como recorrido, como trayecto hacia Dios, donde Dios es una forma de verdad. En esta primera estación el viaje es una larga pregunta a los muertos sobre la suerte de los vivos, desde ese recodo blanquecido donde la infancia canta para la Muerte Niña.
MARTIRIO Y SEDUCCION DEL ILUSIONISTA
“La sanción decisiva, la de la muerte, esta obligatoriamente presente en el circo. Forma parte de la convención tácita que vincula a los actores y a los espectadores. Entra en las relgas de un juego que prevé un riesgo total”.
R. Callois. El circo
“El sedutor es aquel que sabe dejar flotar los signos, sabiendo que sólo su suspenso es favoralbe y que va en el sentido del destino.”
J. Baudrillard. De la seducción.
El circo es la segunda estación en la obra de Marty, el recurso ideal para lograr esa circularidad de la infancia. El performance del ilusionista de circo es un rito cargado de sentido moral, capaz de polemizar sobre la naturaleza de lo real y de lo ilusorio.
Ese deleite onírico, presente en las obras realizadas entre 1986 y 1990, hace esta etapa menos cruda, tal vez porque su simbología festiva puede ser permeada por la banalidad rosa con que leemos el mundo de la infancia y de la ilusión. Aún cuando muchas piezas resultan de una naiveté casi coqueta, ligadas a la tradición Changall de toda la pintura fantástica, lo fundamental es que a partir de estas obras ocurre una liberación del discurso. El lenguaje, ahora más personal, se permite explotar las imperfecciones técnicas del artista, dándole a los diferentes acabados un valor preciso en la construcción de la visión. La profundidad de las formas se logra esfumando el color, barriendo las divisiones fijas entre los planos y convirtiendo la teja en una superposición de órdenes imaginarios.
Así, del circo de Marty es una tribuna para la obsesión confesional del ilusionista, pero también un set espectacular para el ejercicio ilimitado de la seducción. Si en sus inicios Marty apenas sugería el carácter escenográfico del cuadro prospectico, en esta segunda etapa hay un deliberado uso de la imagen como sitio de representación teatral. La escena es arena de circo matriz onírica, utero fantástico. Toda la extensión del sueño es un paisaje donde reina el poder seductor-evocador del ilusionista. Como en todo acto de ilusionismo –y de seducción-, la acción no se concentra en el truco del actor sino en el efecto sobre el espectador. Hay siempre en Marty esa tímida pero tenaz deferencia hacia el público. La propia insistencia en situar la anécdota, no en la convención pictórica sino en la teatral, subraya la importancia de un elemento esencial a la representación como es el telon. Aparte de las coincidencias que pueden existir con la profesión teatral ejercida en una época por Marty como actor, debemos entender como el telón, constante en su obra plástica posterior, es el objeto que relaciona lo real con la fantasía, la producción intima con su consumo público, la seducción con la exhibición, el artista con el público, el truco con el riesgo.
Otra vez, como en sus primeras obras, hay una dualidad entre el papel del ilusionista y el deso de seducción. Si seducir es morirse como realidad para producirse como ilusión, no hay mejor coartada para Marty. El lienzo “ilusionista”, con su personaje al centro de la arena, rodeado de velas y da público, tiene un boceto que le antecede, en papel, y que funciona a la manera de comentario crítico, como en las primeras obras que Marty pintaba también por detrás. Sin esta pintura el ilusionista está rodeado de velas, aquí en el boceto aparece rodeado de vaginas y de penes. Es impresionante la persistencia de esas vaginas, cientos de vaginas abiertas, revoloteando como pájaros hambrientos.
Como se sabe, el circo, con su larga tradición ilusionista, establece un tipo de alienación espacio-temporal muy cercana al sueño. Ya desde 1988, con mayor decisión, las obras de Marty comeinzan a perder su ascetismo compositivo y sus ataduras a la convención cartesiana de la escena, para devenir en espacios líquidos, que fluctúan como momentos paralelos del acontecimiento, desparramados como visiones, como sangre, como breves estaciones del sueño.
En ese circo imaginario, realidad y fantasía establecen una extraña complicidad, lejos de propiciar la huida de lo real, facilita una puesta en escena aterradora de sus protagonistas y tensiones reales. Pronto, la carpa queda abierta al paisaje. La mayoría de las obras de esta segunda etapa son paisajes mentales.
Un leit motiv e toda vocación paisajista es el caballo. Sin embargo, aquí el caballo ha de ser asimilado no solo como parte del paisaje de la infancia de Marty, vivida en una granja. El caballo es el atributo principal de todo héroe infantil, las grandes batallas de la infancia son batallas hípicas. De hecho en las obras más recientes los santos que aparecen como protagonistas, muchas veces, son San Martin o San Miguelito, santos guerreros, siempre a caballo. También el caballo aparece en los carruseles y aquí se reafirma una idea persistente: los personajes siempre están atados, colgando de alguna cuerda, como tramoyas, como fragmentos escenográficos, como ahorcados, como animales propios debidamente enlazados a los que nunca se abandona a su fuerza salvaje. Si visitamos el estudio de Arturo Marty, podríamos ver unas pequeñas instalaciones, a modo de divertimientos, donde aparecen fragmentos figuritas atadas a mascarilla del pintor. Atar, es una voluntad recurrente. Atarlo todo para que nada escape hacia la muerte. Para que todo este y no haya descuido.
La presencia de otros animales puede explicarse, más allá de la amplia zoología de una granja, por el protagonismo de la figuración animal de los sueños. Por ejemplo, la persistencia de las gallinas, no solo alude al corral, sino también a reiteradas simbólicas de la líbido y de la relación moral con la maternidad, aspecto que es empleado, de varias maneras, siempre criticas, en estos paisajes mentales.
LA PASION SEGÚN LUCAS
A partir de 1990, toda su obra deriva fluidamente hacia paisajes abiertos a la memoria y al sueño. Venciendo poco a poco la obsesión por crear “puestas en escenas”, ahora para Marty fabular será reconciliar fragmentos.
Claro que las obras recientes son el resultado de un imaginario salvaje, de pronoto sin riberas, apenas sugerido en sus obras fantásticas del paréntesis 86-90. Aquellas de entonces, mas contenidas, tal vez resulten más placenteras para un espectador edulcorado.
En el diluvio imaginal de estos últimos años, interviene una pasión libertaria, que podríamos llamar La pasión según Lucas. Para Marty el oficio de la libertad, como confesión creadora, como construcción fantástica, tiene su piedra angular en esa falta de códigos represivos a la representación, fácil de plagiar a partir de la maestría imaginera de los pintores menores de edad.
Marty tiene un hijo, su nombre es Lucas. Esta cercanía es sospechosa.
Sus paisajes más recientes, intentan incorporar fragmentos mudos de una fabula vertiginosa, e algún modo infantil y biográfica. Siempre adicionando márgenes de lo soñado y reforzando el carácter no dirigido del acontecimiento, la estructura de collage arma una historia contada innumerables voces. Así, cada obra ira libre hacia su conciencia narrativa, como un cuento que se cuenta a sí mismo, a manera de terapia, dejándose llevar por los ríos desbordados de sus propias divagaciones.
Ahora encontramos recursos que antes solo habían sido esbozados. Tal es el uso del bricolaje como una adición desenfrenada de parches y de fragmentos rotos de otros duadors abandonados cosidos a la tela, cuya estructura misma es un remiendo de materiales en abandono, lienzos mal cortados, tablas chuecas. Son las costuras del ilusionista.
Todo parece fluir en ese plasma que es substancia del sueño, mitad agua y mitad ceniza. En ellos, flotando o calcinadas las figuras vagan ingrávidas, alargadas o disminuidas por la duración de su desastre y de su sorpresa.
Los personajes en la tela proceden de todos lados, de la granja infantil, de la casa paterna, de los retratos anónimos de los cajones familiares, de la juguetería de Lucas, del sueño y de los tianguis de yesería religiosa. El ilusionista ahora puede ser un chofer, un payaso, un bombero, dos adultos que vigilan al sueño. Esa figura del ilusionista –el protagonista del sueño- solo confirma el carácter ficticio de cualquier imprevisto. Incluso el de la muerte. En cada obra, el protagonista nos atiende, sabe que hay público, que se habla de él. De lo que fuera la teatralidad en Marty ya ahora apenas queda esa pose, esa conciencia de retrato, tan similar a la pantalla de tele. A veces un dripping se convierte en proscenio, en telón arriba…
La fluidez del sueño, su consistencia líquida, es quizá lo más impresionante de etas obras. Para Marty la sorpresa es la maestría de narrar sin violencia. En ese bad painting que es la memoria frágil del ilusionista, flotan como estrellas los emblemas de la infancia de Marty. Cruces y vaginas, caballos y puentes, aviones y bomberos sueñan los deltas huérfanos de un mismo sueño inacabado.