Filemón Santiago
El Naturalismo no visual de Filemón Santiago
Por Fernando Solana Olivares, Oaxaca, noviembre de 1998.
En uno de sus últimos textos críticos, Robert Valerio hizo una observación aguda, entre tantas que producía frecuentemente: "Filemón Santiago es, como ningún otro oaxaqueño vivo, el pintor del drama y la psicología." La anotación es cierta si por ella se entiende que en la obra de Filemón Santiago opera una voluntad creativa donde el contenido y la forma del objeto artístico son necesarios entre sí. La pintura oaxaqueña ha proliferado, sobre todo, en la zona de la estética, de la sensación, y se ha mantenido casi siempre ajena al otro contenido del arte: la retórica, que el arte contemporáneo ha olvidado emplear como un medio eficaz para traducir la verdad. La sabiduría tradicional asegura que por el conocimiento de esa verdad el sí espiritual se coloca en armonía con el mundo y se nutre del orden de las cosas. Y que el olvido del arte como integración de las actividades exteriores con los estados interiores del ser provienen del encierro casi general de Occidente en un materialismo autorreferente y autocomplaciente, esteticista, donde lo sagrado, lo verdadero y lo bello han dejado de ser principios esenciales, parte integrante de la vida intelectual, psicológica y práctica del ser humano.
Ananda K. Coomaraswamy, quien a contracorriente de los lugares comunes de la relativización cultural predominante creía que el arte es una forma de la plegaria, es decir, un instrumento para la contemplación, escribió:
La mayor parte de lo que se enseña en los departamentos de Bellas Artes de nuestras universidades, todo lo relativo a la psicología del arte y todas las oscuridades de la estética moderna, son sólo verborrea, sólo un obstáculo que se levanta en el camino de nuestra comprensión de la totalidad del arte, al mismo tiempo iconográficamente verdadero y prácticamente útil, que en tiempos se compraba en la plaza del mercado o se encargaba a un buen artista, y mientras la retórica a la que no preocupa nada, salvo la verdad, es la norma y el método de las artes intelectuales, nuestra estética no es sino falsa retórica, y halago de la debilidad humana a la que las artes no tienen más propósito que complacer.
Sin embargo, a lo largo de cuatro siglos de modernidad han surgido obras artísticas cuya retórica es iconográficamente verdadera porque contiene una forma de conocimiento humano sobre lo real y no una mera representación decorativa destinada al agrado de los sentidos. En esta resistencia cultural debe inscribirse la pintura de Filemón Santiago, en la cual el contenido manifiesto -o la psicología, según lo define Valerio- encarna la reunión de la forma inteligible, esa intención arquetípica del arte en el cual se expresa una idea y no la idealización de un hecho, la reunión con la belleza en su forma trágica.
Un elemento central en la pintura de Filemón Santiago es el cuerpo humano, mostrado constantemente a través de la tensión, en momentos yacentes o límite donde hay una construcción, una suerte de anatomía del acto. Aunque exista dolor en ellos, es la acción del dolor. En tal forma, la de Filemón Santiago es una pintura que traspasa el naturalismo meramente visual para metaforizarlo, para mostrar lo otro de eso mismo, para romper la asociaciones aparentes de los elementos que utiliza y colocarlas más allá de los sentidos. Y ese mundo es la fascinación que el drama de existir -"lo que uno vive, como sencillamente lo explica- ha ejercido en Filemón Santiago: "me encanta el mundo porque siempre me sorprende".
Un Cuadro, El Circo, puede servir de ejemplo para ilustrar la poderosa capacidad metafórica del arte de Santiago. Un tema que para otros pintores ha sido mera complacencia en los efectos visuales de la pintura, un ejercicio insustancial de destreza y dominio materiales o bien una concesión al sentimentalismo personal, en Santiago se convierte en un aparato reflexivo y estético que trastoca lo habitual aparente de un espacio previsible, para descubrir su otra condición: su circo es un escenario de dolor humano donde el payaso es devorado por el león ante la indiferencia de los otros miembros del espectáculo, una caballista que monta de espaldas al suceso, un domador cuya presencia no impide lo atroz, entre los fastos y objetos circenses acostumbrados, que de ese modo revelan el horror que contiene lo común.
Las imágenes de la pintura -representadas en planos próximos y casi superpuestos, característicos del pintor- exhiben el drama desde una perspectiva múltiple y simultánea en la que la distancia del punto de vista se disuelve y la observación estética se convierte en participación emocional, en conocimiento concreto donde el conocedor y lo conocido se unen para interrogar el misterio del ser: un circo trágico y humano en el cual la risa es llanto y las fieras despedazan a la comicidad. Asombroso naturalismo que logra hacer presentes los símbolos ocultos en lo trivial. "Un arte naturalista puramente visual -afirmaba Coomaraswamy--, es decir, que provoque sensaciones idénticas a las producidas por su modelo visible, únicamente destinado a la experiencia de los sentidos, es no solamente irreligioso e idólatra (definiendo 'idolatría' como el amor a las criaturas por ellas mismas) sino también irracional y vago." La operación creativa de Santiago es lo contrario -naturalismo no visual, se ha dicho líneas atrás: ni religioso ni idólatra, mucho menos irracional o vago -porque su fidelidad a la representación de la forma produce sensaciones complejas y múltiples que trascienden las de sus modelos visibles.
¿De dónde proviene esta lograda metamorfosis que distingue la pintura de Filemón Santiago, cuáles han sido los tránsitos creativos que ha recorrido para obtener ese lenguaje plástico donde la estética y la retórica de sus cuadros -su imagen y su contenido- interactúan con eficaz y conmovedora devoción? La respuesta está en el retrato del artista, es decir, en la historia concreta de su formación. Como otros antes que él, y como otros después. Filemón Santiago vivió la angustia de las influencias canónicas que han determinado mucho el arte plástico oaxaqueño de las últimas décadas: Rufino Tamayo y Francisco Toledo, en su caso. Los primeros trabajos pictóricos de Santiago no fueron suyos por completo, como ninguna obra oficial es del artista primerizo por su inevitable parecido con la obra del predecesor. Lo que siguió después fue un trabajo de desagregación, una ascesis dirigida a la búsqueda de la interioridad, un viaje a otra ciudad, Chicago, y una ruptura con las determinaciones visuales heredadas para logras una síntesis propia, un estilo personal. Tales movimientos son parte de los trabajos que el mito asigna al héroe -un antepasado del artista moderno-, quien debe marchar al mundo para poder salir de sí y buscarse a sí mismo en lo otro. Filemón Santiago hizo aquello que en su momento hicieron sus predecesores oaxaqueños: dejar el lugar de origen para recuperarlo renovado en la distancia, entre otro idioma, otras costumbres y otra percepción.
Cuando tenía 14 años, en un salón escolar, Filemón Santiago dibujó la leyenda del flechador del sol y descubrió su vocación pictórica. El símbolo no fue arbitrario sino quizá hasta emblemáticamente profético, porque, en el fondo, todo artista intenta cumplir el mismo imposible: alcanzar la luz. Los quince años que pasó en Chicago fueron una iniciación. Ahí además de la nostalgia, ese dolor de la proximidad de lo lejano, Santiago conoció la obra de pintores determinantes para su arte, porque lo llevaron a la soberanía de su expresividad: Edvard Munch, maestro de la técnica abreviada y del sentimiento trágico de la modernidad; Giorgio de Chirico, lector de Nietzsche y pintor metafísico que rescató la figuración, el dibujo preciso y el rigor de la perspectiva; Edward Hopper, narrador visual de la soledad humana y de la opresiva impersonalidad de lo urbano; José Clemente Orozco, el poderoso demiurgo de furias plásticas congeladas en el lienzo o en el muro como tributos de excepción. La lista podría ampliarse porque la historia del arte es la historia de las influencias interartísticas, sin embargo, todo artista es elegido por sus predecesores y Santiago no es la excepción. El Viaje a Chicago también significó para Santiago una lucha matérica: dejar la acuarela, que hasta entonces empleaba con regularidad, para usar el óleo como elemento de posibilidades expresivas agregadas, de mayores registros plásticos y penetración formal.
Después de esos largos años de formación y aprendizaje, Filemón Santiago se hizo un pintor de contenidos, es decir, de obras artísticas cuyo significado es la multiplicidad. Entre ellos, la lejanía. Los elementos de desarraigo, de contraste y de distancia que caracterizan sus cuadros son un testimonio trágico llevado a la pintura. La lejanía corresponde a uno de los registros inevitables del arte de la modernidad: la desesperanza. Y mucha de ella hay en la Mixteca, el lugar focalizado donde Santiago levanta su taxonomía narrativa de claroscuros vitales con todos los rictus y muecas de sus personajes dolientes, febriles, miserables, compungidos -primeros planos de emociones y vivencias que deben ser asumidas, simplemente, como existencialidad.
Filemón Santiago afirma que el detalle le permite elaborar un historia, que sus cuadros siempre parten de un color, el morado -un fondo cromático que, aún cuando quede oculto en la obra, es elegido deliberadamente para armonizar la composición-, y que su pintura pretende presentar el pasado a través de una visión actual distante de los elementos iconográficos tradicionales: "Yo soy antiguo, pero no mediante la repetición de objetos o temas típicos, sino porque me intriga el presente y me interesa el futuro." Un pintor cuarentón, enclaustrado, anacoreta de una casa a las faldas de la sierra de San Felipe; que todavía practica el cosmopolitismo gastronómico de sus años en el extranjero, pero que realiza su obra sólo y en silencio, según exige la verdadera creatividad; que a veces olvida firmar los cuadros porque le importa más el arte que el artista -"Me absorbe el cuadro, no me interesa mi persona"-; que trabaja todos los días de la semana en varios lienzos al mismo tiempo, y los domingos viaja a su pequeño pueblo mixteco para visitar a sus mayores.
Sólo la perseverancia vence al destino, y Filemón Santiago, humilde y perseverante, va pintando el viacrucis mixteco desde una razón estupefacta y un sentimiento pleno: "No pinto la angustia de la Mixteca, no deliberadamente", explica, aunque su arte sabiamente se rinde a los imperativos de lo que existe. El Viaje del artista se ha completado, llega entonces el momento donde la tradición afirma que nada queda ya por hacer excepto lo que se hace.
Este artista terso y solitario, amable como un aristócrata y modesto como un asceta, que cumplió en su proceso artístico tantas estaciones como el arte requiere (de la influencia obvia pero inadvertida hasta la influencia asumida; del mundo iconográfico repetido como automatismo hasta la ruptura con el pasado visual; de la búsqueda psíquica profunda hasta la enfermedad expresiva para construir la salud estética; de la fantasía liberada que reduce y purifica los agregados visuales hasta la catarsis donde los métodos del arte obtienen claridad; desde el valor del gesto plástico como primera intención hasta la aparición irreversible de la pintura única, singular y propia), puede repetir su credo centenario, escrito, por Quevedo, adoptado por Max como pendón y aplicado por Filemón Santiago como guía operativa: "nada me desengaña: el mundo me ha hechizado". Aunque sea este mundo a veces atroz, el único que nos fue dado para vivir. Se dice que toda la fuerza de la sabiduría tradicional está dirigida contra la ilusión: "yo soy el que actúa". Desde su refugio de nubes y elevaciones, Filemón Santiago ha derrotado a la ilusión. El no es quien actúa, es el arte a través de él.