José Luis Romo
LA FANTASIA DE JOSE LUIS ROMO
Por Teresa del Conde
Desde hace más de diez años sigo de manera esporádica la trayectoria del pintor José Luis Romo; si bien hace pocos días tuve la oportunidad de ver reunidas un número considerable de obras suyas. Lo que mayormente llama la atención en ellas es la imaginería más fantasiosa que fantástica que él traspone a retazos y que jamás desdice su procedencia mexicana; a pesar de que no recurre ni a la ambigüedad, ni a la paradoja, ni al doble filo que propone el humor. Sus símbolos son sencillos, fácilmente descifrables, provistos en ocasiones de un cierto dramatismo que resulta de su obsesión por el tajo, la sangre, los objetos punzocortantes, las grietas y los órganos genitales que asumen a veces funciones vegetales. Frida Kahlo está presente en todo esto, y aunque el arte de Romo dista de glosarla, sí hay algunas referencias directas a su pintura como podrían serlo los páramos poblados de oquedades que aparecen en uno que otro cuadro o la efigie de mujer que nace de las cejas de un rostro, tal y como aparecen Diego o la muerte, a manera de tercer ojo en varios autorretratos de Frida.
Romo no es un pintor naturalista, de hecho la mayoría de sus composiciones están realizadas a partir de fragmentos que en conjunto pueden conformar un interior o un paisaje en el que los elementos no se insertan en la "visión en ventana", además de que provienen de diferentes contextos y no se presentan completos. Por ejemplo: una mano toca la boca del jarro que está tapado y hay allí también una cruz de madera. El cuadro puede leerse en conjunto como una naturaleza muerta, a pesar de que sus partes disociadas no se correspondan con este género. O bien, un burro de ladrillo viaja de un cuadro a otro; convertido en fragmento de un muro, aparece una vez acompañado de un libro abierto y de la efigie del pintor incrustada en la pared. En otra se encuentra en primer plano delante de una mesa, en la que se supone que sucede en una composición distinta, pero aquí en vez del cuerpo hay un alacrán. En un tercer cuadro, el animal de tabique o de adobe es representado como una especie de calcomanía a la que amenaza un martillo.
Recurrentes en la iconografía de Romo son las ollas de barro, las cruces y los caracoles. Las primeras son obviamente testimonios de un principio femenino que interactúa con la presencia del agua y de la tierra. La cruz erguida, suplanta o genera a mi modo de ver el cuerpo del propio pintor, aunque su efigie aparezca representada veristamente en la composición. Los caracoles son símbolos de vida, de una vida incipiente que avanza con lentitud acompañada de la concha: nacimiento y mortaja a la vez. Los objetos y elementos con función simbólica se acompañan de otros que la tienen predominantemente decorativa, como son los fragmentos de un muro de ladrillo, el petatillo del suelo, las cuadriculas de loza o las franjas en diagonal que por cierto recuerdan las que aparecen en varias pinturas de Francisco Toledo, cuyo influjo se deja ver no únicamente con estos elementos, si no también en otros, sobre todo en las últimas obras de Romo. Existen, asimismo, ciertas coincidencias entre este pintor y Enrique Guzmán -aunque la tónica de Romo es distinta y hasta opuesta a la del desaparecido artista de Aguascalientes-; de manera similar sucede que algunos adminículos, como peines y tornillos, hacen evocar al Emilio Ortiz de la década de los setenta. Aunque parezca raro por tratarse de un artista no figurativo, también es muy detectable la presencia de un Gunther Gerzo, y no solo en ciertos aspectos facturables de la pintura de Romo, por ejemplo, en la forma como esfuma y gradúa el color, sino en los efectos de rompimiento, desgarramiento o hendidura que éste propone en no pocas composiciones.
La gama cromática que privilegia Romo es una combinación de sienas y ocres con azules verdosos. Estos últimos no pocas veces colindan de manera muy acertada con verdes mas quemados, cercanos al color de la hierba o del pasto mojado. Los toques de rojo, casi siempre circunscritos a las áreas en que se representa la sangre, se encuentran dosificados de tal manera que contribuyen a potenciar los valores de los colores mezclados, como pueden serlo el rojo indio o el rosa, pero sin competir con ellos.
La iconografía de Romo alude a imágenes de infancia, su región de origen en el Valle de Mezquital y a sucesos recientes, ya sea relacionados con su vida o con su entorno próximo. Puede suceder que la cita se construya mediante su opuesto; así, en el Mezquital no hay agua, ni verdes y la carencia se sustituye por la presencia; otras veces la evocación es directa, como sucede con las figuras y objetos que rememoran un grave accidente automovilístico sufrido por el artista en el año 1982, o el paisaje en el que aparece su casa con un enorme maguey en primer plano. Por cierto, éste es el único cuadro desprovisto de elementos fantasiosos, aunque no de simbolismo. El género de una pintura naturalmente se define en relación a los géneros que le son más próximos. Romo no introduce elementos inadmisibles, inexplicables o misteriosos en sus obras, pero sí categorías que se salen del contexto de lo descriptivo y que poseen un significado alegórico, emblemático o conmemorativo. Puede así afirmarse que su fantasía no se expresa en términos suprarreales o maravillosos, sino que transforma la visión de la realidad poética en áreas de buscar una fidelidad poética, a imágenes y concepciones pictóricas que por razones biográficas le son familiares.
Ciudad Universitaria, febrero de 1988, México.